Convivimos en muchas ocasiones con personas que poco o nada tienen que ver con nosotros ni con nuestra forma de pensar ni actuar, y sin embargo lo hacemos de forma natural sin que ello incorpore a nuestra cotidianidad confrontación alguna ni más desasosiego que el que normalmente ya padecemos.

Podemos, por tanto, decir sin temor a equivocarnos que alcanzamos ese escenario de cordialidad en el momento en que, al relacionarnos con nuestros distintos, asumimos con naturalidad que nosotros también somos diferentes a ojos suyos.

La mayoría de nosotros intentamos no alejarnos de la virtud que reside en el término medio y lo hacemos en pos de una convivencia sostenida. Sin embargo, existe un tipo muy especial de individuo (de cuestionable capacidad intelectual, todo sea dicho) que, al abrigo del bullicio de la gente, se instala al margen de esa responsabilidad cívica y, aún siendo gran conocedor de la extraordinaria repercusión mediática que en un mundo tan desinformado pudieran tener sus palabras, no le importa vomitar esa palabrería en el mismo lugar que antes ocupaba la razón si con ello intuye algún tipo de rédito electoral a posteriori. Son llamados (creo) políticos.

Se atrincheran tras el servilismo ideológico con el fin de sentirse parte de un todo efímero.

La imparable codicia que casi todos los políticos atesoran se encuentra perfectamente personalizada estos días en la figura de Mayor Oreja, quien ha afirmado (que no sugerido) que la banda eta y el gobierno de la nación o el gobierno y la banda eta son aliados potenciales porque ambos buscan el mismo fin y pone además el acento en la ayuda que la banda dará a Zapatero para lograr el éxito en las próximas elecciones.

Yo creía que con el paso del tiempo acabaría por impermeabilizarme en cuerpo y mente de ese irritante partidismo que tiene por norma subestimar al colectivo, y nunca me llegaría a afectar como antaño (o lo haría en menor medida). Por suerte, esa transición que yo creía inevitable no ha sido tal y hoy estas incursiones en prosa de los siervos del poder me siguen apesadumbrando en público y enrabietando en la soledad de mi cuarto.

Y que sea así por mucho tiempo.

Pocos lo sabrán, pero he de confesar que tengo un primo carnal que es cura. A ojos de mi abuela, la que me ha tocado en suerte por parte de madre, supongo que encarnará la recompensa a tantas y tantas plegarias, súplicas y rezos para con el de arriba, ese que todo lo ve, todo lo oye, todo lo sabe, con el que supongo más de una risa se habrá echado a juzgar por como habla de él.

Para oveja descarriada a la que constantemente recriminar y en un futuro desheredar ya me tiene a mi, que poco entiendo según ella de política y fútbol y menos que nada de los caminos infinitos de la misericordia y el bien vivir.

No le gusta oírme hablar mal de Aznar, de la Espe, del Papa o del Real Madrid, y también le incomoda oírme a veces hablar bien de la izquierda en general y de Llamazares en particular, de la riqueza de lo impuro y de su odiado Barcelona fútbol club.

El tema que más le irrita y con el que con mayor facilidad pierde los papeles es con el de la iglesia católica y su aleccionadora doctrina social.
Yo le digo, y no para pincharla sino porque así lo pienso, que la iglesia que nos ha tocado sufrir, a lo largo de toda la historia, ha sido la mayor parte de las veces un lastre insalvable para la evolución de la sociedad hacia una vida mejor. Argumento esa teoría con hechos fundados, sacando a relucir momentos de la historia pasados y presentes en los que el catolicismo se ha opuesto frontalmente, por ejemplo, a llevar a cabo investigaciones científicas con las que resolver ciertos dilemas que ayudarían a avanzar en el complicado rompecabezas que es el cuerpo humano, y muestran esa oposición encarnizada cuando ven con ello peligrar los cimientos de cartón piedra en los que la alta curia vaticana fundamenta todas sus hipótesis existenciales.

Sin embargo -le digo-, cuando con el paso del tiempo esos estudios dan sus frutos y arrojan algo de luz sobre ciertas dolencias y patologías, si quien las sufre es un pobre sacerdote de la España profunda o no tan profunda, también él se lleva a la boca junto con un poco de agua esa dichosa pastilla con la que aplacar su insoportable dolor de espalda, y lo hace así porque donde dije digo perfectamente puede decirse Diego siempre que uno tenga una "inquebrantable ideología".

Sólo en año nuevo y acontecimientos de igual o parecida relevancia, saco a relucir el tema de la rápida expansión del sida en África a consecuencia, entre otras cosas, de la criminalización que la iglesia hace del uso del preservativo en aquellas zonas del continente africano donde sus palabras tienen mayor repercusión. Es en ese momento cuando se hacen fuertes los gritos.

Llevábamos unos meses tranquilos, demasiado tranquilos, en los que el sosiego reinante había alcanzado niveles nunca antes vistos entre ella y yo, llegando nuestras conversaciones a ser por momentos afectuosas y cordiales.

Por suerte, en el momento en el que me empezaba a inquietar con tanta buena disposición hacia el entendimiento y tanta lágrima de cocodrilo, el número dos del vaticano (con minúsculas), el cardenal Tarcisio Bertone, ha conseguido con sus palabras destapar entre nosotros de nuevo la caja de los truenos con sus deleznables declaraciones.

El susodicho personaje (por llamarlo de alguna forma) no sólo no se ha disculpado ante sus millones de hooligans  a propósito de los innumerables casos de pederastia que asolan la iglesia y que salpican a todos y cada uno de sus estamentos jerárquicos día tras día, sino que se ha despachado a gusto con los periodistas al afirmar además que “no hay relación alguna entre celibato y pederastia, pero sí entre homosexualidad y pedofilia”. Con dos cojones.

Oír eso en días como hoy hace que me entristezca un poco, porque son palabras que incluso descontextualizadas están impregnadas de un discurso homófobo y caciquil el cual creia enterrado ya. Pero lo peor no es eso, lo que me parece más grave es que si de su boca salió tal afirmación fue por el convencimiento que tiene de la veracidad de su vomitivo discurso, porque él mismo así lo cree.

Y eso ya sí, que haya gente camuflada entre nosotros que tiene esa forma de pensar, me lastima un poco el corazón.